sábado, 18 de junio de 2011

Carlos Monsiváis (4 may 1938 – 19 jun 2010)

El monje que tenía presentimientos freudianos
Desde la hoguera te celebro, Señor, porque el hedor de mi propia carne y los rezos hipócritas de mis antiguos compañeros de la orden y los rostros alborotados de la plebe y el dolor de los pocos que me quisieron, no alcanzan a enturbiar mi propia dicha. Desde el principio, tú me apartaste del mundo y ni virreyes ni obispos ni oidores ni marquesas, igualaron mi contentamiento en la bendita cofradía. Y allí, Señor, para rejuvenecerme con tu fortaleza, me enviaste vientos de torbellinos, el relámpago de los demonios, la multitud de lenguas de fuego y azufre, las ratas que devenían piara maledicente o rameras cuyos sombríos aullidos evocaban el trueno y el alma interminable de los muertos sin confesión.
Pero un día, maldito como buitre que ayunta en matadero, plantaste en mí una visión aborrecible, un sueño informativo cuyas palabras aprendí sin comprender: "Los demonios que vences con regularidad se llaman pulsiones de la libido, a los dragones que enardecen tu soledad puedes decirles traumas, el amor por tu celda no es sino una vulgar claustrofilia, las alucinaciones que emergen desde lo profundo a la altura de tus ojos empavorecidos no son sino proyecciones". ¿Para qué, Señor, para qué se me explicó que Satán es, si algo, apenas un pozo inexplorado de cualquier espíritu, el Inconsciente de siglos venideros?
Tu mensaje, Señor, me arrebató el sosiego y las revelaciones incomprensibles me circundaron como un mar de vidrio o un océano de arrepentimientos. ¿Y quién, en esta capital de la Nueva España, será feliz sabiendo que no es el Maligno quien lo acecha sino profanos ajustes de su personalidad?
Por eso te recé, Señor, rogándote que no me adelantases a mi tiempo, que no destruyeses mi credulidad con anticipaciones que devoran siglos. Y mi fe no retornó y por noches enteras murmuré los nuevos nombres que me fueron expuestos, y una tarde lo conté delante de mis hermanos de congregación... y heme aquí, Señor, semejante a un hacha encendida, roído y enredado por el dolor, incrédulo ante mis sensaciones, pero feliz porque esta destrucción me acerca de nuevo a ti y me permite reconocerte entre las llamas. Prefiero ser contemporáneo de mis lamentaciones y mis llagas y mis gritos agónicos, que visionario del día en que los demonios recibirán otro nombre, y pasarán a ser datos inciertos en la aritmética de la conciencia.

-Nuevo Catecismo para Indios Remisos, 1996, Carlos Monsiváis, ediciones ERA

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