Eróstrato, incendiario
-Marcel Schwob
La ciudad de Éfeso, donde nació Heróstratos, se extendía en la desembocadura
del Caistro, con sus dos puertos fluviales, hasta los muelles de Panorme, desde
donde se veía, sobre el mar de abundantes colores, la línea brumosa de Samos.
Rebosaba de oro y tejidos, de lanas y rosas, desde que los magnesios, sus perros
de guerra y sus esclavos que lanzaban venablos, fueron vendidos a orillas del
Meandro, desde que la magnífica Mileto fue arruinada por los persas. Era una
ciudad de molicie, donde se festejaba a las cortesanas en el templo de Afrodita
Hetaira. Los efesios llevaban túnicas amórginas, transparentes, telas de lino
hilado al torno de colores violeta, púrpura y cocodrilo, sarápides color
amarillo manzana y blancas y rosas, paños de Egipto color jacinto, con los
fulgores del fuego y los matices móviles del mar, y calasiris de Persia, de
tejido apretado, ligero, todos ellos tachonados en su fondo escarlata de granos
de oro en forma de copelas.
Entre la montaña de Prión y un alto y escarpado
acantilado se divisaba, a
orillas del Caistro, el gran templo de Ártemis. Se habían precisado
ciento
veinte años para construirlo. Envaradas pinturas ornaban sus salas
interiores,
cuyo techo era de ébano y ciprés. Las pesadas columnas que lo sostenían
fueron
embadurnadas de minio. Pequeña y oval era la sala de la diosa, en cuyo
centro se alzaba una prodigiosa piedra negra, cónica y reluciente,
marcada
por doraduras lunares, que no era otra que Ártemis. El altar triangular
también
estaba tallado en piedra negra. En otras mesas, hechas de losas negras,
se
habían perforado agujeros regulares para que por ellos fluyera la sangre
de las
víctimas. De las paredes colgaban anchas hojas de acero, con mangos de
oro, que
servían para abrir las gargantas, y el suelo pulido estaba tapizado de
cintas
ensangrentadas. La gran piedra oscura tenía dos tetas enérgicas y
picudas. Así
era la Ártemis de Éfeso. Su divinidad se perdía en la noche de las
tumbas
egipcias, y había que adorarla según los ritos persas. Poseía un tesoro
encerrado en una especie de colmena pintada de verde, cuya puerta
piramidal se
hallaba erizada de clavos de bronce. Allí, entre anillos, grandes
monedas y
rubíes yacía el manuscrito de Heráclito, quien había proclamado el
reinado del
fuego. El propio filósofo lo había depositado allí, en la base de la
pirámide,
cuando la construían.
La madre de Heróstratos era violenta y orgullosa. No se supo quién era su
padre. Más tarde Heróstratos declaró que era hijo del fuego. Su cuerpo estaba
marcado, bajo la tetilla izquierda, con una media luna que pareció encenderse
cuando lo torturaron. Las que asistieron su nacimiento predijeron que estaba
sometido a Ártemis. Fue colérico y permaneció virgen. Corroían su rostro unas
líneas oscuras y el tinte de su piel era negruzco. Desde su infancia le gustó
quedarse bajo el alto acantilado, cerca del Artemision. Miraba pasar las
procesiones de ofrendas. Por el desconocimiento en que estaban de su estirpe, no
pudo ser sacerdote de la diosa a la que se creía consagrado. El colegio
sacerdotal hubo de prohibirle varias veces la entrada a la naos, donde esperaba
apartar el precioso y pesado tejido que ocultaba a Ártemis. Por eso concibió
odio y juró violar el secreto.
El nombre de Heróstratos no le parecía
comparable a ningún otro, lo mismo que su propia persona le parecía
superior a toda la humanidad.
Deseaba la gloria. Primero se unió a los filósofos que enseñaban la
doctrina de
Heráclito; pero desconocían su parte secreta, por hallarse encerrada en
la
celdilla piramidal del tesoro de Ártemis. Heróstrato sólo pudo
conjeturar la
opinión del maestro. Se endureció despreciando las riquezas que le
rodeaban. Su
asco hacia el amor de las cortesanas era extremo. Creyeron que reservaba
su
virginidad para la diosa. Pero Ártemis no tuvo piedad de él. Pareció
peligroso
al colegio de la Gerusia, que vigilaba el templo. El sátrapa permitió
que lo
desterraran a los suburbios. Vivió en la ladera del Koressos, en una
gruta
excavada por los antiguos. Desde allí acechaba de noche las lámparas
sagradas
del Artemision. Algunos suponen que persas iniciados acudieron a
conversar allí
con él. Pero es más probable que su destino le fuera revelado de golpe.
En efecto, en medio de la tortura confesó que había comprendido de repente el
sentido de la frase de Heráclito -el camino de lo alto-, porque el filósofo
había enseñado que la mejor alma es la más seca y la más enardecida. Atestiguó
que, en este sentido, su alma era la más perfecta, y que había querido
proclamarlo. No alegó más causa a su acción que la pasión por la gloria y la alegría
de oír proferir su nombre. Dijo que sólo su reino habría sido absoluto, puesto
que no se le conocía padre y que Heróstratos habría sido coronado por
Heróstratos, que era hijo de sus obras, y que su obra era la esencia del mundo;
que así habría sido juntamente rey, filósofo y dios, único entre los hombres.
El año 365, en la noche del 21 de julio, cuando
no subió al cielo la luna y
el deseo de Heróstratos adquirió una fuerza inusitada, decidió violar la
cámara
secreta de Ártemis. Se deslizó pues por el zigzag de la montaña hasta la
ribera
del Caistro y subió las gradas del templo. Los guardas de los sacerdotes
dormían junto a las lámparas sagradas. Heróstratos cogió una y penetró
en la naos.
Un fuerte olor a aceite de nardo la invadía. Las negras aristas del techo de
ébano estaban resplandecientes. El óvalo de la cámara se hallaba dividido por la
cortina tejida de hilo de oro y púrpura que ocultaba a la diosa. Su lámpara
iluminó el terrible cono de tetas erectas. Heróstratos las agarró con ambas
manos y besó con avidez la piedra divina. Luego dio una vuelta alrededor, y vio
de pronto la pirámide verde donde estaba el tesoro. Agarró los clavos de bronce
de la puertecilla, y la arrancó. Hundió sus dedos entre las joyas vírgenes. Pero
sólo se apoderó del rollo de papiro donde Heráclito había inscrito sus versos. A
la luz de la lámpara sagrada los leyó, y conoció todo.
Al punto exclamó: "¡Fuego, fuego!"
Tiró de la cortina de Ártemis y acercó la mecha encendida al paño inferior.
La tela ardió al principio despacio; luego, por los vapores de aceite perfumado
que la impregnaban, la llama subió, azulada, hacia los artesonados de ébano. El
terrible cono reflejó el incendio.
El fuego se enroscó en los capiteles de las columnas, reptó a lo largo de las
bóvedas. Una tras otra, las placas de oro consagradas a la poderosa Ártemis
cayeron desde las suspensiones a las losas con un estruendo de metal. Luego el
haz fulgurante estalló en el techo e iluminó el acantilado. Las tejas de bronce
se desplomaron. Heróstratos se erguía en medio del resplandor, clamando su
nombre en la oscuridad.
Todo el Artemision fue un montón rojo en el corazón de las tinieblas. Los
guardias cogieron al criminal. Lo amordazaron para que dejara de gritar su
propio nombre. Fue arrojado en los sótanos, atado, durante el incendio.
Artajerjes envió inmediatamente la orden de
torturarlo. No quiso confesar otra cosa que lo que se ha dicho. Las doce
ciudades de Jonia
prohibieron, bajo pena de muerte, entregar el nombre de Heróstratos a
las edades
futuras. La noche en que Heróstratos incendió el templo de Éfeso vino al
mundo
Alejandro, rey de Macedonia.
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